Sri Lanka es un país
que sorprende desde el primer momento. Tal como he explicado en páginas
anteriores, las bellas playas del sur, el abrumador verdor, las elegantes
ciudades coloniales, los restos milenarios de antiguos reinos, la abundante
variedad de animales salvajes y, sobretodo, la sonrisa y la alegría de sus
gentes llama poderosamente la atención. Uno se olvida pronto del calor
sofocante, los mosquitos, la conducción temeraria de los buses y cualquier otra
molestia que siempre acompaña un viaje por un país tropical.
Pero tras 4 semanas
viajando por Sri Lanka uno empieza a descubrir que el país tiene otra cara, a
menudo no tan alegre, una realidad de la que no se habla, pero que está allí,
acompañando la vida de personas y comunidades. Y es que la convivencia entre
grupos diferentes (75% son cingaleses, 15% tamiles, 9% musulmanes) con
diferentes religiones (70% budistas, 13% hinduistas, 10% musulmanes y 7%
cristianos), no es siempre fácil.
Agotado el visado de
30 días que se obtiene a la llegada al país, me veo obligado a volver a Colombo
y pasar por el Departamento de Inmigración. Tras tres horas de gestiones y el
pago de 30 euros, consigo un nuevo visado que me permite proseguir mi viaje. Ha
llegado el momento de dirigirse al Norte, una zona “prohibida” hasta el año
2009, en que finalizó la guerra entre el ejército gubernamental y los Tigres
Tamiles. 26 años de conflicto que provocaron migraciones y más de 100.000
muertos.
El norte de Sri Lanka
es otro país. Cambia el paisaje, mucho mas árido, la luz y también sus gentes,
con importantes diferencias en el idioma, la cocina o la religión. Es el país
de los Tamiles, una cultura milenaria que se ha visto constantemente amenazada
por un gobierno central nacionalista, según dicen, sin ninguna sensibilidad
hacia la diversidad nacional del país.
Es imposible visitar el norte sin pensar en lo que allí ocurrió hasta hace bien poco. Los restos de las casas destruidas durante la guerra todavía permanecen en muchos lugares, recordando un conflicto que todavía hoy no se ha cerrado del todo. En Jaffna conocí a un antiguo Tigre Tamil al que, según me contó, el gobierno pagó una buena suma de dinero para que abandonara las armas y dejara el país. Después de varios años viviendo en Francia ha decidido volver, y según me cuenta, siguen ocurriendo cosas, aunque nadie habla de ello. Los tamiles no están contentos de cómo se cerró el conflicto.
Jaffna, la capital,
es una ciudad agradable, sorprendentemente verde, con atractivos edificios
coloniales, templos e iglesias. Se puede recorrer fácilmente en bicicleta, como
hice yo, paseando por sus tranquilas calles, por su mercado y deteniéndose en
la infinidad de iglesias católicas que uno encuentra. Uno de cada cinco
edificios de la ciudad sufrió daños durante la guerra, pero ahora sus
habitantes se concentran en reconstruir sus casas y volver a la normalidad.
En Jaffna tuve la
suerte de contactar con un fotógrafo escocés que está preparando un proyecto
sobre la guerra. Montado en su coche pude visitar algunos de los lugares más
emblemáticos del norte, como las islas de Velanai, Punkudutivu, o Nainativu, al
este. En esta última, un lugar sagrado para budistas e hinduistas, se encuentra
el Naga Pooshami Amman Kovil, un templo hindú al que acuden las mujeres que
quieren tener hijos. A unos metros, se puede visitar el templo budista de
Nagadipa. Hindues y budistas llenan la isla en los días de poya (luna llena).
También nos detuvimos
en Kayts, un pueblo pequeño y tranquilo en donde nos recibió una gente muy
simpática y agradable. Todo el mundo nos sonreía. Casas derruidas, que debieron
ser muy bonitas, descansan entre la maleza. Desde la playa se ve, en una
pequeña isla, el Fuerte Hammenhiel, hoy propiedad del ejército y convertido en
un hotel de lujo.
Si se sigue la costa
este, de camino a Jaffna, es recomendable detenerse en la península de
Kalpitiya, un lugar poco visitado y que atrae mayoritariamente a los amantes
del “kitesurf”, debido a los vientos casi constantes. Supone un cambio total a
los paisajes con los que uno se ha topado en el resto de Sri Lanka.
Kilómetros de
cocoteros, manglares, lagos y playas. La huella del hombre empieza a dejar su
huella terrible en algunas partes de la larga península. Amplios espacios de
tierra se han convertido en picifactorías de gambas y cangrejos. Pero el
litoral, en general, todavía conserva su aspecto original, salpicado solo por
pequeños complejos de bungalows. Yo me hospedé en uno muy tranquilo, pegado al
agua. Demasiado tranquilo quizás, pues era el único inquilino. Así pues, pronto
proseguí mi camino.
Al noroeste del país
me esperaba Trincomale, una tranquila población de pescadores con algunos
monumentos interesantes, como el fuerte Frederick. Fue la primera fortaleza
construida por los portugueses en 1623. Hoy es un bastión del ejército, pero se
puede acceder para visitar Kandasamy Kovil, un venerado templo hindú, que se
encuentra en la cima de la colina. O la Catedral de Sta. Maria, del 1852.
Esta zona es
especialmente conocida por sus interminables playas de arena blanca. Las de
Trincomale no son las más recomendables. Están ocupadas por las barcazas de las
familias de pescadores que viven junto a la playa. Paseando por allí me topé
con algunos pescadores muy simpáticos con los que conversé un rato, sentado en
las escaleras de un templo hindú, sobre el sentido de la vida.
Para disfrutarlas de
verdad hay que alejarse unos kilómetros al norte. Por eso me alojé en la vecina
Uppuveli, a unos 4 quilómetros, en donde abundan los hoteles y restaurantes.
Algo más al norte se encuentra Nilaveli, mucho más tranquila y solitaria. Es
una zona todavía no explotada, aunque de tal belleza que seguramente no tardará
en llenarse de establecimientos turísticos.
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