Mi Cuba linda
Cuba es un país original, distinto y lo que lo hace especial es, sin duda
alguna, su gente. El mayor placer que uno puede experimentar en Cuba es
perderse por sus calles, detenerse a hablar con los cubanos, escuchar todo lo
que tienen que explicarle a uno, profundizar en su filosofía de vida, el modo
en como ven el mundo, la manera como viven, día a día, minuto a minuto. Difícilmente
puede entenderse Cuba de otra manera.
Cuba y los cubanos no han dejado de fascinarme
desde la primera vez que puse mis pies en esa fantástica isla del Atlántico,
allá en el año 1987, cuando la Unión Soviética los mimaba, existía una moneda
única, y no faltaba de nada. Por eso volví en el 2000, comprobando los efectos
del bloqueo estadounidense, en el 2005, con una situación cada vez más difícil y ahora en el 2012. Largos intervalos
de tiempo entre una y otra visita, que me han permitido ver los cambios que ha
experimentado el país. Cambios de todo tipo, a los que los cubanos se han ido
adaptando camaleónicamente, sin perder su esencia.
La Habana
La capital de Cuba parece venirse abajo. La
falta de mantenimiento degrada el paisaje urbano. Los edificios, viejos y
decadentes, se hunden, en ocasiones con nocturnidad y personas dentro. Los
coches, cada vez más viejos y deteriorados, llenan de humo sus calles. Durante
el día, la contaminación y el ruido pueden llegar a hacerse insoportables en
Centro Habana. Por suerte, en la tarde la brisa refresca y los vecinos salen a
la calle, a jugar a dominó, y los jóvenes corren detrás del balón. La
tranquilidad se adueña de la ciudad en cuanto cae la noche, y el silencio y la
poca luz invitan a recogerse en casa.
Los buses a la Habana Vieja llegan llenos a
rebosar. Es el transporte más barato y asequible, para una mayoría que no gana
más de 20 euros al mes. Los turistas llegan en cómodos autobuses con aire
acondicionado. Pasean por la bellísimas calles del centro, entran en los
espectaculares patios interiores de sus casas coloniales, delicadamente
restauradas, toman un mojito en la Bodeguita del Medio y escuchan la Trova
Cubana en un animado bar. Quedan anonadados ante la belleza de la Catedral y la
plaza en la que se encuentra, y hasta se asoman al puerto para ver las murallas
de piedra del Castillo del Morro, o la fortaleza de San Carlos de la Cabaña.
Algunos completan el largo y caluroso paseo
con una deliciosa comida en uno de los muchos
restaurantes para turistas, a precios de Europa, y prohibitivos para cualquier cubano. Hoy el
turista con un presupuesto más ajustado puede optar por un paladar más
económico, o si no le importa un menú muy reducido, también por los paladares
para cubanos, en Moneda Nacional, que también se encuentran en el centro, y que
permiten comer por unos 2 euros. A la entrada, unos cartelitos de papel indican
de que comida disponen aquel día.
Los cubanos también
Uno de los cambios que más me ha sorprendido
en este último viaje, ha sido la gran cantidad de pequeños negocios que se han
abierto por doquier. A las mismas puertas de la casa son muchos los cubanos que
han montado una pequeña tienda, para vender dulces, artesanía, ropa, calzado y
todo tipo de productos. Aquello que antes se vendía a escondidas, ahora ya se
puede a la luz del día.
De la misma manera, han proliferado las casas
de huéspedes, para turistas, pero también para cubanos, con precios adaptados a
su reducido poder adquisitivo. Y, como no, los paladares, lujosos y apetitosos
para turistas, y a menudo más modestos y económicos para los cubanos. Esto,
junto con la eliminación de la prohibición de viajar a los lugares más
turísticos, callos incluidos, permite que los cubanos puedan conocer lugares de
la isla antes vetados.
Los turistas han de hospedarse en las casas de
huéspedes en divisa, y viajar con Viazul, no en los buses de la compañía Astro,
muchísimo más baratos, pero reservados para los cubanos.
Camino de Oriente
En mi segundo viaje a Cuba visité la zona de
Oriente, Santiago de Cuba y Baracoa. Guardaba un recuerdo fantástico de un
lugar que dejó huella en mí, por su belleza y por el carácter, mucho más
relajado y afable, de sus habitantes. Por eso quería regresar, pero lo hice
haciendo escala en dos ciudades en las que no había estado antes, y de las que
tenía muy buenas referencias: Camagüey y Bayamo.
Camagüey
El bus que sale de la Habana a las 9 de la
mañana llega a Camagüey a las 5.30 de la tarde. Un trayecto precioso entre
campos de caña de azúcar, palmeras, bananos y predios sin cultivar, verdes y
salpicados de bucólicas casas de madera y palma y abundante ganado. El bus se detiene
en varias localidades de gran interés. En algunas ya había estado, como la
colonial Santa Clara. Otras las dejé para otro viaje, como Ciego de Ávila y
Holguín.
Camagüey supone una gran sorpresa, sobretodo
después de visitar la Habana. Uno cree que se encuentra en otro país. La ciudad
reluce con sus edificios coloniales, perfectamente restaurados y conservados,
con la limpieza de sus calles, los
cuidados escaparates de sus tiendas, que parecen tener muchos más productos que
las de la capital, la tranquilidad de sus plazas y la alegría de sus bares y
terrazas llenos de cubanos que degustan un delicioso helado.
Uno diría enseguida que se nota que hay más
dinero. La población es mayoritariamente blanca y seguramente con muy buenos
contactos en Miami, que aportan el capital necesario para una vida más cómoda.
Zonas residenciales, con bonitas casas, y lujosos restaurantes, incluso para
cubanos, con Moneda Nacional.
La estancia en Camagüey coincidió con la
celebración del Día contra la Homofobia, que llenó de actos todas las ciudades
de la isla. El Teatro Principal de esta localidad ofreció un espectáculo en el
que participaron diferentes compañías de baile de la ciudad, cantantes, y, como
no, un amplío grupo de transformistas, que interpretaron canciones de
conocidísimos artistas españoles y latinoamericanos. Sin duda una muestra que
muchas cosas están cambiando para mejor, también en Cuba.
Bayamo fue otra gran sorpresa. El sábado por
la noche su “bulevar” se llena de gente que sale a cenar, a ver cine al aire
libre y a bailar con alguno de los grupos que se colocan a lo largo de la
calle. El domingo por la mañana, las iglesias católica y bautista, que se hayan
en el centro se llenan a rebosar. Y a la hora de comer, delante de cada
restaurante se hace una larga cola de locales que esperan para almorzar. Después
nos acercamos a una heladería. Hoy solo les queda sabor a fresa. Había olvidado
que estamos en Cuba.
Santiago de Cuba
Santiago es como un pueblo. Paseando por sus
calles con mi amigo Rolando, a uno le da la impresión de que todo el mundo se
conoce. Visitamos a Fefa en su humilde casa, medio en ruinas, y a la que se
accede por una delicada rampa de madera, después de que medio edificio se
viniera abajo. Nos prepara un delicioso jugo de zapote. Su hija se gana la vida
cosiendo y haciendo remiendos para sus vecinos. Es una mujer muy bella, muy
buena y de gran corazón.
Pasamos por delante de la casa de Nandi. Él y
su madre nos invitan a entrar e insisten para que nos quedemos a comer. Ya
hemos comido, y lo dejamos para el día siguiente. Tienen un pequeño chiringuito
en la entrada de casa, que atiende su pareja, y en el que venden buñuelos y bocadillos
de jamón y queso. Las vecinas también se acercan para comprar carne de cerdo,
que guarda en una vieja nevera, y que cocina en un viejo horno, que no
superaría ninguna inspección sanitaria en nuestro país.
Visitamos a la familia de “Winchu”, un amigo de
La Habana, que dejó Santiago, en busca de nuevas oportunidades. La capital de
Oriente es pobre y hay poco futuro, dicen. Les hago unas fotos, para que pueda
verlas a mi regreso. Con su madre nos vamos al bar en donde trabajó Rolando.
Está animadísimo, sobre todo de mulatos y negros, que abundan en esta ciudad.
Se hace tarde y les pregunto cuando cierran. “Cuando se acaba la cerveza”,
responden.
La noche acaba en casa de Luís, otro buen
amigo de Rolando. Ha llenado la nevera de cervezas y acuden un buen número de
amigos con los que charlamos, escuchamos música, bailamos y tomamos, como dicen
ellos. El cubano es fiesta, alegría. Vive la vida intensamente, con gratitud,
desinhibido, sin prejuicios ni manías. A uno le resulta más sencillo distinguir
en Cuba lo verdaderamente importante de lo superfluo. La vida es dura para los
cubanos, pero ellos no se rinden y siguen ahí, como ellos dicen, en la lucha.