dissabte, 31 de juliol del 2010

Asia 2010 : Myanmar (2)

A orillas del río Ayeyarwady
(2a crónica de Myanmar)


Bamares, indios, nepalís y chinos conviven y se mezclan en las calles de Mandalay, una de las ciudades más vivas de Myanmar. Los puestos de Betel, el estimulante que enrojece los dientes de los que lo toman, se encuentran por todas partes, como en la India, y los chinos regentan la mayoría de negocios de la ciudad, como en otros países del sudeste asiático.

A Mandalay llegamos a las 4 de la mañana, después de 9 horas de viaje. Tras descartar un par de hoteles bastante cutres nos instalamos en el hotel ET, como el extraterrestre. Nos metimos en la cama a las 5, pero a las 9 ya estábamos duchaditos, desayunados y en la calle, listos para morir derretidos bajo un sol abrasador.

La visita del reconstruido Palacio Real, completamente destruido durante la segunda guerra mundial, acabó con nosotros y nos obligó a refugiarnos en un hotel de alto estanding que se cruzó en nuestro camino. El delicioso almuerzo y el aire acondicionado nos recuperaron del todo y nos dieron suficientes fuerzas como para visitar el complejo de monasterios y templos que se encuentran a los pies de la colina de Mandalay, a donde subimos para contemplar la puesta de sol.

La visita de 4 de las antiguas capitales de Myanmar - Amarapura, Sagaing, Inwa y Mingun – nos llevó dos días, y porque no nos entretuvimos demasiado. El número de monumentos a visitar es colosal, pero uno puede quedar saturado de tanto templo, tanta estupa, y tantos budas. Eso sí, ver atardecer en el puente de U Bein, un puente peatonal de teca de 1,2 km que atraviesa el lago Taungthaman y que se sustenta sobre más de mil postes, es una experiencia inolvidable.




Y para volver a la realidad, a la Myanmar de hoy, decidimos asistir al espectáculo que dan cada noche en su casa los “Moustache Brothers”. Se trata de unos cómicos que se encuentran en la lista negra de los artistas que pueden ser contratados por los locales. Dos de ellos, Par Par Lay y su primo Ly Zaw pasaron 5 años en prisión. Fueron condenados a trabajos forzados por haber explicado unos chistes sobre los generales del régimen, en una fiesta privada en casa de Aung San Suu Kyi, la premio Nobel de la Paz que vive en arresto domiciliario desde hace más de 30 años.

A pesar del riesgo que corren, no se cortan un pelo y explican, por ejemplo, como los chinos se enriquecen con negocios ilegales, como el tráfico de drogas y la prostitución, mientras el gobierno mira para otra parte. Que dejen “trabajar” en paz a los chinos, dicen, es una de las exigencias del gobierno de Pequín. La superpotencia invierte en el país y mantiene el régimen, eso sí, a cambio de favores y de sus recursos naturales. Mientras, al pueblo de Myanmar, que vive en la pobreza, no se le deja levantar cabeza.

Saltando en el puente U Bein, en Amarapura
Tomando el barco a Mingun

 Mercado de Mandalay

Jóvenes jugando al Chinlon, un tradicional juego de pelota

La ciudad de los monjes

 

Hay unos quinientos mil monjes en Myanmar y el 60% vive en la ciudad de Mandalay. Ma Soe Yein Un Kyaung es uno de los muchísimos monasterios que se encuentra al sur de la ciudad. Viven en él 3.000 monjes, que cada día se levantan a las 4 de la mañana, recitan mantras, desayunan, almuerzan -sólo dos comidas- y estudian hasta que anochece. Muchos de ellos salen de buena mañana a la calle con un cuenco, en el que van recogiendo la comida que unos y otros les van dando. Y algunos trabajan duro construyendo y manteniendo los edificios en donde viven.




En un país en el que el gobierno ve con malos ojos a las ONG y sospecha de cualquiera que emprenda un proyecto social, los monasterios cumplen una función primordial. Todo el mundo es consciente que las donaciones que se hacen a los monjes y monasterios sirven para ayudar a la gente más pobre y necesitada.
Pero los jóvenes novicios también tienen tiempo para jugar al fútbol, una actividad que parece entusiasmarles. Y, por supuesto, para pasear, charlar con los extranjeros que se acercan a ellos y hacer algo de turismo.



                  Babel


Myanmar es un país inmenso en el que viven gentes de etnias muy diferentes, a menudo aisladas en lugares recónditos y de difícil acceso. Bamares, el grupo mayaritario, del que procede el nombre de Birmania, Chin, Kachin, Kayah, Karen, Mon, Naga, Rakhine, Shan y Wa.



Desde Mandalay aprovechamos para ir un poco más al norte, a Hispaw, en donde entramos en contacto con los Shan, un pueblo relacionado con los Tai, de las vecinas Tailandia, Laos y la provincia de Yunnan, en China. Los exuberantes paisajes, las bucólicas aldeas, y la simpatía de sus gentes nos dejaron impresionados. Hasta fuimos invitados a cenar por una pareja que se casaba al día siguiente.



El viaje de regreso lo realizamos en tren, otra experiencia memorable. Parece una carreta del oeste. En algunos tramos se mueve de un lado a otro como si fuera pillando todos los baches del camino y cuando el maquinista pone el “freno de mano” se para en seco, dando una buena sacudida. En cada una de las muchas paradas que hace durante el trayecto aparecen multitud de mujeres vendiendo diferentes tipos de comida. Un grupo de monjas budistas sacan sus cuencos de arroz y verduras y comen en el tren.

El viaje hasta Pyin U Lwin lleva 7 horas, tres más que si se hace en autobús, pero el tiempo se pasa más deprisa, es más distraído y uno se evita las inacabables curvas que sortean las montañas. Y además, las vistas son espectaculares.


Navegando hacia Bagan


Sentados encima de unas latas de aceite, en la parte trasera de una camioneta, y compartiendo el espacio con un buen número de locales, nos plantamos en Mandalay. Al día siguiente tomamos el barco que, todos los miércoles y domingos, sale hacia Bagan. Un entretenido viaje siguiendo el curso del Ayeyarwady, que con sus 2000 km, es uno de los ríos navegables más grandes de Asia.

Esperábamos un barco de pasajeros, con tumbonas en la cubierta en las que tomar el sol y disfrutar de un agradable y relajado viaje. En cambio, encontramos un barco repleto de paquetes, sacos, cestas de fruta y un montón de locales sentados en el suelo, ocupando cada rincón. Los pocos turistas que subimos a bordo teníamos reservada una pequeña zona con sillas de plástico, en la que tuvimos que apretarnos y acomodarnos como pudimos. Como apenas cabíamos, algunos nos metimos en una pequeña habitación que había en la popa, con cuatro camas de madera y que compartimos con unos monjes.



El trayecto dura 15 horas, 7 más que el autobús, pero con tantas distracciones que el tiempo se pasa volando. Es un viaje absolutamente recomendable, que permite relacionarse y disfrutar de la simpatía y la alegría de la gente del país. Sin duda, una de las mejores experiencias, en la que además conocimos a algunos otros turistas con los que compartiríamos unos días inolvidables en Bagan.



Monumental Bagan

No había oído hablar jamás de Bagan, y por eso, contemplando tal maravilla, uno se pregunta como es posible?…  Pero eso será en la siguiente crónica...